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La Laicidad y la República
PorEduardo Carrasco FechaAbril 2004

Los recientes alegatos de la Iglesia frente a los problemas del divorcio y a la píldora del “día después” y la forma del debate público a que han dado lugar, incluidas las explicaciones del gobierno, marcan claramente hasta qué punto Chile ha retrocedido en el espíritu de laicidad, que fue en su momento una de las ideas fundamentales de nuestra República. La República es, como lo dice su nombre la res pública, es decir, el ámbito en el que tienen lugar y se deciden los asuntos que nos competen a todos en cuanto ciudadanos, por encima y más allá de cualquier posicionamiento privado. La res pública es un territorio diferente al de lo privado, que es lo que nos compete en cuanto individuos que hacemos elecciones de vida que no tienen por qué compartir todos los que conviven con nosotros y forman parte de la nación. Desde la separación del Estado y la religión establecida en la Constitución de 1925 bajo el gobierno de Arturo Alessandri, esta delimitación entre lo público y lo privado parecía zanjada definitivamente en nuestro país, pero resulta que hoy día observamos con consternación que sectores de gran influencia en la vida nacional todavía no asumen el verdadero rol que deben cumplir dentro de una sociedad que no es de ellos solos, sino de todos los chilenos.

En una nación democrática, lo privado y lo público están obligados a convivir en armonía, pero para que ello sea posible, lo privado debe asumirse como privado y no pretender entrar a suplantar lo público y, por su parte, lo público debe remitirse a actuar en su territorio sin pretender reglar lo que pertenece a nuestra privacidad. Cuando se confunden estos planos, rápidamente comenzamos a rodar por el despeñadero del autoritarismo, por un lado, o del sectarismo, por el otro. Pretender legitimar en el ámbito público lo que solo puede tener validez en el privado, significa en los hechos negar lo primero, pues ello solo puede tener existencia en la medida en que opere en él la neutralidad necesaria para que queden representados en su ámbito todos los ciudadanos.

Por más numerosa que sea una religión, ella no representa más que a un grupo dentro del conjunto de la sociedad, quedando fuera de ella todos los que de un modo u otro no la comparten. Esto significa que toda religión o grupo religioso pertenece al ámbito privado y debiera abstenerse de pretender hacer prevalecer dentro del ámbito público las ideas que corresponden a su fe. Todo ciudadano, ante la República, tiene el deber de pensar aquellos aspectos de nuestra vida que nos conciernen a todos, desde el respeto que merece nuestra diversidad. Si queremos que nuestra República conserve su carácter democrático es un deber de todos nosotros el aprender a pensar lo público desde ese territorio común en el que no podemos sino estar de acuerdo, debemos aprender a saltar por encima de nuestras convicciones individuales hacia aquellas que pueden ser aceptadas y respetadas por todos. Pretender hacer prevalecer como legítimo para todos lo que solo es válido para algunos es avivar contradicciones insolubles y actuar de modo sectario y autoritario.

Y toda religión debiera aprender a no salir del ámbito privado. Cuando esto ocurre se confunden inmediatamente los planos y algo que tiene más que ver con valores que se presumen eternos y propios de una vida que no es la que regulan nuestra leyes y administran nuestras instituciones, se ubica en el plano del “más acá”, apareciendo más como una ideología política o una posición contingente, que como una verdadera opción espiritual. Está bien que la Iglesia le prohiba el divorcio a sus feligreses, pero está muy mal que pretenda hacer lo mismo con todos los chilenos. Está bien que la Iglesia le prohiba a las católicas recién violadas que asuman su embarazo involuntario, pero está mal que intente imponerle esta conducta a todas las demás chilenas, está bien que la Iglesia le prohiba a sus creyentes el uso del condón, pero está mal que intente hacer extensiva esta medida a todos los demás ciudadanos.

A la Iglesia chilena le cuesta pensar en todos nosotros, en los que profesamos la fe católica y en los que no la profesamos, en los creyentes, en los agnósticos y en los ateos, que no por ser minoría deben ser atropellados. Ella quiere que sus propias posiciones frente al aborto o frente al divorcio se constituyan en los principios rectores de nuestra sociedad, aunque existan muchos chilenos que no comparten estas ideas. Pero pretender impedirle la libertad de elección a personas que no profesan su fe es un acto que pisotea las libertades que todos los chilenos hemos logrado obtener tras largas luchas que vienen desde lejanas épocas. A los radicales y a los liberales del siglo XIX que lucharon en contra del ultramontanismo les resultaría descorazonador observar lo que hoy día pasa en Chile. La Iglesia no puede entender todavía que las argumentaciones que ella da no son ni pueden ser compartidas por todos los ciudadanos. En tiempos de Domingo Santa María, en que se intentaba sacar a los cementerios de la jurisdicción de la Iglesia se llegó a establecer como argumento en contra de esta medida el que ella iba a provocar una “promiscuidad en las tumbas”. Hasta donde yo sé, felizmente esto todavía no se produce, pero este argumento que quizás pudo haber tenido alguna validez para un creyente, para el que no lo era no dejaba de ser una afirmación absurda. Algo por el estilo sucede con la discusión actual en la que en una discusión de sordos reaparecen nuestras divisiones mientras al mismo tiempo se diluyen nuestros derechos individuales.

El sentido de desintegración social que conllevan estas discusiones se manifiesta con toda claridad en las declaraciones de algunos alcaldes católicos que han afirmado públicamente que no están dispuestos a reconocer las medidas del gobierno en cuanto a poner a disposición de las mujeres que lo requieran la píldora del día después. Esta actitud significa lisa y llanamente la disolución de lo público. Si cada funcionario público esgrime como argumento que de ahora en adelante va actuar de acuerdo con lo que le dicte su conciencia, estamos frente a una anulación de las bases mismas de nuestra vida democrática. Lo que no satisfaga plenamente a mis convicciones y a mis creencias no lo acepto, aunque ello sea aceptable para otros. En un país como el nuestro donde existen apreciables diferencias políticas, ideológicas y religiosas entre los ciudadanos, pensar de este modo es simplemente afirmar la predominancia de lo particular frente a lo común. Y cuando se trata, como en este caso de opciones que se ofrecen para que sean los ciudadanos los que elijan libremente, esto se traduce en una violencia en contra de otros sobre la base de mi derecho a la objeción de conciencia. Yo te niego tu capacidad de elegir porque yo no estoy de acuerdo con lo que tu elegirás. Niego tu libertad para afirmar la mía. No te puedo conceder tu libertad porque mi religión no me lo permite. Cuando se comienza a pensar de este modo y cuando ni siquiera el gobierno tiene la claridad suficiente como para afirmar sin vacilaciones los principios de igualdad y libertad de todos los ciudadanos, quiere decir que estamos ante una profunda crisis de nuestra vida en común, pues son las bases mismas de ésta las que se han puesto en tela de juicio.

En todo esto falta laicidad. El término “laicidad” remite a la palabra griega “laos”, que significa la unidad de una población, aquello que es común. Laicidad significa que ninguna creencia o ideología debe gozar de ventajas que puedan conducir a una discriminación. La laicidad no es un pensamiento contrario a la religión. Los defensores de este pensamiento en Chile en su mayoría fueron creyentes. Se puede ser laico sin renunciar a ser católico, protestante o agnóstico. La laicidad es la afirmación positiva de que aspectos fundamentales de nuestra vida pueden ser abordados más allá de nuestras divisiones o separaciones políticas, ideológicas o religiosas. En definitiva, ser laico significa afirmar que lo que compete a nuestra vida en común debe ser abordado desde principios que nos unen a todos, poniendo entre paréntesis aquellos que nos separan, es afirmar que el espacio público es un terreno de neutralidad que debe representar legítimamente a todos los ciudadanos. Por lo tanto, la laicidad es el pensamiento republicano, que busca legislar y tomar decisiones de Estado desde lo que nos es común, sin pretender obligar a otros a someterse al dictado de nuestras propias preferencias. Ser laico es respetar el derecho de ser minoría y aprender a ubicarse en un terreno donde todos podemos estar de acuerdo. Esta hermandad republicana que tan favorable fue para el desarrollo pacífico de nuestro país es lo que Chile nuevamente parece haber perdido. De seguir así, pronto vamos a tener que plantearnos como nueva utopía histórica para Chile... ¡la Revolución Francesa!.